LA EXITOSA HISTORIA DE JACINTO CHAMPÚ
(Aviso a navegantes: Cualquier parecido con la realidad más irreal es pura coincidencia, o sea, que sí…)
Jacinto Champú Gominola vino al mundo un día lluvioso y frío de febrero. Nada más verlo su padre, don Rigoberto Champú Desodorante, experto en Cosmética y Perfumería, pronunció estas vaticinadoras palabras:
-Jodé, qué cabezón tiene el chavea… ¡Y qué redondo…! Pa mí que éste le va a dar al baloncesto…
-Rigo… -dijo con apocada voz la parturienta, o sea, su esposa-, no te has fijado bien. ¿No ves unos pentagonitos de pelo en su gordita cabecita? Nuestro hijo tirará más por el fútbol…
Doña Benigna Gominola Chupachups, predestinada por sus apellidos familiares a trabajar en una tienda de chucherías durante toda su vida, era más perspicaz que su maridito. “Además –concluyó la susodicha-, las patadas que me daba cuando lo tenía en la barriga eran más propias de un futbolista que de un canastero…”.
En el colegio, Jacinto Champú pronto destacó en cómo manejaba el balón con destreza y puntería. Varios cristales de las aulas en que estuvo fueron reventados a conciencia pues el mozo odiaba las clases. Sólo lograba realizarse como ser humanoide jugando a la pelota en el recreo. Durante esos treinta minutos se transformaba en un ser apasionado dispuesto a todo con tal de ganar el encuentro.
-Este chaval será leñador cuando sea mayor –se oyó una vez decir a un profe que andaba por allí.
-¿Cómo lo sabes? –le preguntó otro.
-Por la leña que reparte cuando juega al fútbol.
Pero a Jacinto Champú le visitó la mala suerte, ya mozalbete larguirucho y desgarbado por aquello de la adolescencia. Un pésimo día le tocó a él recibir una entrada criminal de otro apasionado del “no pasarán”. Rotura de los ligamentos cruzados de ambas piernas, evaporación de la rótula izquierda, meniscos triturados por cinco sitios, esguince de ambos cuádriceps y unas cuantas cosillas más, pero éstas sin importancia. No quedó para una silla de ruedas pero nunca más pudo volver a disputar un encuentro.
Sus padres quisieron entonces encaminarlo por la vía del negocio familiar, pero Jacinto dijo que nones, que lo suyo era el fútbol y que se ganaría la vida con él, mas como su cerebro estaba peor que sus piernas, entendió juiciosamente que no podría ser entrenador o utillero. Aunque todavía era demasiado joven para desempeñar puestos de responsabilidad, pensó que si se camelaba a la directiva del club de sus amores, podría llevar una vidorra plena en aquel mundo que tanto le narcotizaba. Primero fundó una peña deportiva bastante golfa dispuesta a sembrar el pánico en los estadios, cobijada bajo banderas ultras, gritos horripilantes y petardazos. Pronto encontró numerosos camaradas de tropelías, que le aceptaron y adoraron como si fuera un becerro de oro (bueno, algo tenía de becerro, para qué les voy a engañar). Un poco más tarde consiguió el elogio de la directiva, incluyendo un chiringuito dentro del propio estadio para guardar en él toda la artillería con que defendía a capa y espada al equipo de sus entretelas y frenesíes.
Jacinto había alcanzado bien pronto sus objetivos estratégicos: era utilísimo a los intereses del club y de sus dirigentes, aunque alguna vez –llevado por su fanatismo tan ardoroso y arrojadizo- se le fue la mano y metió la pata y el pedrusco, con lo que las autoridades deportivas no tuvieron más remedio que verse obligadas a cerrar el campo durante algunos partidos. A él, en cambio, se le habían abierto todas sus expectativas: su peña siempre era invitada a seguir al equipo para que animase a los jugadores y aficionados propios y desanimase con sus gamberradas a los ajenos. Incluso le pusieron un sueldo mensual, pagado con dinero opaco o traslúcido, no sé. Empezó a ser una institución en el equipo. Su pasión era muy útil y eficaz, como así se acreditaba partido tras partido. Consiguió que el campo se convirtiese en un bastión casi inexpugnable donde todos los rivales caían como moscas impresionados por los cánticos, los insultos, las amenazas y alguna pedrada que otra. Los aficionados contrarios le temían tanto que rehusaban acudir a aquel campo tan conflictivo donde reinaban tipos tan cafres. Cuentan las crónicas que Jacinto Champú empezó a ser valorado más que los mismísimos jugadores y que en algunas ocasiones en que lo requirió, el propio club puso a su disposición una avioneta con piloto automático para que cumpliera con sus obligaciones extradeportivas.
Nuestro héroe, desheredado por sus padres al comprobar que aquel hijo de cabeza tan redonda y hueca les había salido rana y faltón, sólo tenía una preocupación cuando comprobó que su negocio iba a toda vela.
-Tengo que encontrar entre la tropa una tía que se me parezca, aunque deberá ser más guapa y estar más jamona. Quiero tener un hijo para enseñarle mis amplios conocimientos sobre el tema. Por mucho que yo me empeñe jamás conseguiré que nuestro equipazo gane la Champion algún año de estos pues nos falta experiencia y pasta, pero si consideramos el asunto a más largo plazo, mi hijito podrá conseguirlo siempre que aprenda todo lo que yo sé, que es mucho y bueno… Hay que empezar buscando un jeque y un capo de mucho prestigio y luego ya ficharemos a los mejores jugadores del mundo… Yo sólo no puedo desempeñar tan histórica misión.
Como loco –aquí uso la palabreja anterior en su plena acepción, o sea, la psiquiátrica- anduvo un par de temporadas buscando a una chavalota que tuviese una genética digna de su alto rango futbolero. Por fin consiguió enamorarse de una tal Tomasita Pedorreta, tan cabeza hueca como él, hincha acérrima del equipo y de armas tomar cuando se ponía la bufanda y el pasamontañas en los partidos de casa. Aquella mujer era un Jacinto con tetas. Como era de esperar no pararon hasta tener un churumbel, mofletudo, sonrosado y de cabeza balompédica. Jacinto Champú es ahora un hombre feliz y más que lo va a ser en cuanto su chavea crezca un poco y empiece a ayudarle en su titánica misión de llevar a su equipo a la cúspide del fútbol europeo y mundial. Jacintillo, que así se llama el nuevo monstruito, ya apunta maneras (ver fotillo en plena faena), tal como su padre le ha ido enseñando en los pocos años que lleva de vidilla. Acuérdense de este nombre: Jacintillo Champú Pedorreta. Hará historia…
Jacinto Champú Gominola vino al mundo un día lluvioso y frío de febrero. Nada más verlo su padre, don Rigoberto Champú Desodorante, experto en Cosmética y Perfumería, pronunció estas vaticinadoras palabras:
-Jodé, qué cabezón tiene el chavea… ¡Y qué redondo…! Pa mí que éste le va a dar al baloncesto…
-Rigo… -dijo con apocada voz la parturienta, o sea, su esposa-, no te has fijado bien. ¿No ves unos pentagonitos de pelo en su gordita cabecita? Nuestro hijo tirará más por el fútbol…
Doña Benigna Gominola Chupachups, predestinada por sus apellidos familiares a trabajar en una tienda de chucherías durante toda su vida, era más perspicaz que su maridito. “Además –concluyó la susodicha-, las patadas que me daba cuando lo tenía en la barriga eran más propias de un futbolista que de un canastero…”.
En el colegio, Jacinto Champú pronto destacó en cómo manejaba el balón con destreza y puntería. Varios cristales de las aulas en que estuvo fueron reventados a conciencia pues el mozo odiaba las clases. Sólo lograba realizarse como ser humanoide jugando a la pelota en el recreo. Durante esos treinta minutos se transformaba en un ser apasionado dispuesto a todo con tal de ganar el encuentro.
-Este chaval será leñador cuando sea mayor –se oyó una vez decir a un profe que andaba por allí.
-¿Cómo lo sabes? –le preguntó otro.
-Por la leña que reparte cuando juega al fútbol.
Pero a Jacinto Champú le visitó la mala suerte, ya mozalbete larguirucho y desgarbado por aquello de la adolescencia. Un pésimo día le tocó a él recibir una entrada criminal de otro apasionado del “no pasarán”. Rotura de los ligamentos cruzados de ambas piernas, evaporación de la rótula izquierda, meniscos triturados por cinco sitios, esguince de ambos cuádriceps y unas cuantas cosillas más, pero éstas sin importancia. No quedó para una silla de ruedas pero nunca más pudo volver a disputar un encuentro.
Sus padres quisieron entonces encaminarlo por la vía del negocio familiar, pero Jacinto dijo que nones, que lo suyo era el fútbol y que se ganaría la vida con él, mas como su cerebro estaba peor que sus piernas, entendió juiciosamente que no podría ser entrenador o utillero. Aunque todavía era demasiado joven para desempeñar puestos de responsabilidad, pensó que si se camelaba a la directiva del club de sus amores, podría llevar una vidorra plena en aquel mundo que tanto le narcotizaba. Primero fundó una peña deportiva bastante golfa dispuesta a sembrar el pánico en los estadios, cobijada bajo banderas ultras, gritos horripilantes y petardazos. Pronto encontró numerosos camaradas de tropelías, que le aceptaron y adoraron como si fuera un becerro de oro (bueno, algo tenía de becerro, para qué les voy a engañar). Un poco más tarde consiguió el elogio de la directiva, incluyendo un chiringuito dentro del propio estadio para guardar en él toda la artillería con que defendía a capa y espada al equipo de sus entretelas y frenesíes.
Jacinto había alcanzado bien pronto sus objetivos estratégicos: era utilísimo a los intereses del club y de sus dirigentes, aunque alguna vez –llevado por su fanatismo tan ardoroso y arrojadizo- se le fue la mano y metió la pata y el pedrusco, con lo que las autoridades deportivas no tuvieron más remedio que verse obligadas a cerrar el campo durante algunos partidos. A él, en cambio, se le habían abierto todas sus expectativas: su peña siempre era invitada a seguir al equipo para que animase a los jugadores y aficionados propios y desanimase con sus gamberradas a los ajenos. Incluso le pusieron un sueldo mensual, pagado con dinero opaco o traslúcido, no sé. Empezó a ser una institución en el equipo. Su pasión era muy útil y eficaz, como así se acreditaba partido tras partido. Consiguió que el campo se convirtiese en un bastión casi inexpugnable donde todos los rivales caían como moscas impresionados por los cánticos, los insultos, las amenazas y alguna pedrada que otra. Los aficionados contrarios le temían tanto que rehusaban acudir a aquel campo tan conflictivo donde reinaban tipos tan cafres. Cuentan las crónicas que Jacinto Champú empezó a ser valorado más que los mismísimos jugadores y que en algunas ocasiones en que lo requirió, el propio club puso a su disposición una avioneta con piloto automático para que cumpliera con sus obligaciones extradeportivas.
Nuestro héroe, desheredado por sus padres al comprobar que aquel hijo de cabeza tan redonda y hueca les había salido rana y faltón, sólo tenía una preocupación cuando comprobó que su negocio iba a toda vela.
-Tengo que encontrar entre la tropa una tía que se me parezca, aunque deberá ser más guapa y estar más jamona. Quiero tener un hijo para enseñarle mis amplios conocimientos sobre el tema. Por mucho que yo me empeñe jamás conseguiré que nuestro equipazo gane la Champion algún año de estos pues nos falta experiencia y pasta, pero si consideramos el asunto a más largo plazo, mi hijito podrá conseguirlo siempre que aprenda todo lo que yo sé, que es mucho y bueno… Hay que empezar buscando un jeque y un capo de mucho prestigio y luego ya ficharemos a los mejores jugadores del mundo… Yo sólo no puedo desempeñar tan histórica misión.
Como loco –aquí uso la palabreja anterior en su plena acepción, o sea, la psiquiátrica- anduvo un par de temporadas buscando a una chavalota que tuviese una genética digna de su alto rango futbolero. Por fin consiguió enamorarse de una tal Tomasita Pedorreta, tan cabeza hueca como él, hincha acérrima del equipo y de armas tomar cuando se ponía la bufanda y el pasamontañas en los partidos de casa. Aquella mujer era un Jacinto con tetas. Como era de esperar no pararon hasta tener un churumbel, mofletudo, sonrosado y de cabeza balompédica. Jacinto Champú es ahora un hombre feliz y más que lo va a ser en cuanto su chavea crezca un poco y empiece a ayudarle en su titánica misión de llevar a su equipo a la cúspide del fútbol europeo y mundial. Jacintillo, que así se llama el nuevo monstruito, ya apunta maneras (ver fotillo en plena faena), tal como su padre le ha ido enseñando en los pocos años que lleva de vidilla. Acuérdense de este nombre: Jacintillo Champú Pedorreta. Hará historia…
3 comentarios:
Muy interesante vuestra iniciativa. A primeros de mes os incluiré en el Arco. ¡Adelante y suerte!
¿No se prohíbe exhibir signos religiosos en los edificios de la Administración, verbigracia las escuelas? Pues en esos colegios y escuelas deberían prohibir también la exhibición de signos y símbolos deportivos. Aunque sólo fuera para evitar el entontecimiento de las mentes infantiles.
¿Imagina usted la situación?: "papá, que me ha dicho la profe que no puedo ir al cole con la camiseta del Betis". O: "papá, que el profe me ha quitado la gorra del Atlético de Madrid". Y también: "el dire me ha quitado en el patio la colección de cromos del Barça y del Madrid".
Seguro que sí, que no le cuesta mucho imaginarla... Y a lo mejor se le viene a su imaginación de usted una bonita historia... Ficticia, ficticia, por supuesto...
Tiene razón. Debería estar prohibido en los colegios el que los niños acudan en traje de faena, como si aquello fuese el Bernabéu o el Nou Camp. Me temo que algunos problemillas podrían surgir con tal medida pues algunos chaveas acuden tan vestiditos y primorosos que supongo sus padres estarán encantados. Y sí, no crea que sería ciencia ficción un cuento deportivo sobre el particular. Empezaré a darle a la pelota.
Un saludo de "El Cipote" del Arco.
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