30 de junio de 2006

LA MUERTE DE UN BALONCESTISTA

El Puñetas ha visto, en su recién cumplido medio siglo y un día de andar por el planeta Tierra, muchas imágenes deportivas. De todos los colores. Alegres y tristes. Dramáticas y risueñas. Una de las que aún recuerdo más o menos nítidamente tiene que ver con el comentario de hoy. Hace la tira de tiempo. Más de diez años. Un partido de baloncesto de una liga extranjera. Últimos lances con un marcador muy apretado. Un jugador serbio. Eran los brillantes tiempos del Estrella Roja y la Vojvodina. Entra a canasta. Los árbitros le pitan una falta personal. Se cabrea. Malhumorado, se da un cabezazo con el soporte de la canasta, sin caer en la cuenta que le falta la habitual protección acolchada. Cae redondo sobre la pista. La cara ensangrentada y la sensación de que allí ha pasado algo gordo. Sólo recuerdo –porque días más tarde lo debatí intensamente con varios amigos- que salvó la vida de milagro pero jamás pudo volver a jugar al baloncesto: quedó inválido.

Desde aquella escena, telegrafiada nebulosamente ahora tal como permanece por alguna recóndita alcantarilla de mi memoria, me quedó grabada una norma muy sencillita, que defendí acaloradamente con aquellos amigos y que siempre alzo como bandera innegociable: el puto deporte, por muy profesional que se vista, es sólo un juego. Y así deben entenderlo sus practicantes, a pesar de disputarlo intensamente. Como hacen los actores: cumplen y desempeñan un papel en el que ponen el alma y el cuerpo, pero siempre manteniendo la mente fría y alejada de la ficción de la actuación, por muy verídica que ésta sea. Los deportistas deben también actuar así. Poniendo en el terreno de juego sus facultades plenas, sus máximas ilusiones y la totalidad de sus saberes técnicos, pero jamás olvidando que los diferentes lances del juego y que la derrota o la victoria NUNCA pueden llevar a perder el control de sí mismos. ¿Difícil, verdad? Pues eso lo consiguen sólo los auténticos deportistas y campeones. Si se les provoca, para eso están los jueces y árbitros. Si ese día no dan pie con bola, lo intentan hacer bien o ya les cambiarán. Si las cosas salen estupendamente, la alegría jamás debe llevar al menosprecio del rival. La cabeza fría y la sangre caliente. Y el que no sepa lograrlo, que se vaya a destripar terrones. No admito paños calientes o componendas en este tema. Radical hasta la médula.

Aquel jugador serbio lo comprendió demasiado tarde. Hoy rememoro débilmente aquellas imágenes porque me entero por el diario “El Mundo” que Slobodan Jankovic ha muerto. Y tras leer el obituario la historia se concreta y agiganta. Fue un 28 de abril de 1993 en la fase final de la liga de baloncesto griega. Jugaban el Panathinaikos y el Panionios. Boban era la estrella extranjera de este último. Quien tenía que sacar las castañas del fuego en los momentos más apurados. Entró a canasta pero chocó contra su defensor. Los árbitros le pitaron falta en ataque. Era su quinta personal. La expulsión del encuentro. Tenía fama de jugador visceral. Enfadadísimo, se propinó un brutal cabezazo contra el soporte de la canasta. Pero allí no había protección alguna. Sólo una barra de hierro. Jankovic cayó fulminado y ensangrentado. Confiesa al médico entre gestos de enorme dolor que no siente las manos. Por el camino afirma repetidas veces que va a morir. En el hospital diagnostican que se había fracturado la tercera vértebra cervical. Se quedó tetrapléjico para toda su vida. Por un vulgar desahogo.

Pero lo que son las cosas y lo que el Puñetas ya ni se acordaba. Boban no se hundió. Ahora sí tenía motivos más que justificados para darse con la cabeza contra todas las paredes del mundo. Pero no lo hizo. Comprendió, aunque tarde, que hay que enfrentarse a la vida, en los éxitos y en los reveses, con la máxima serenidad, con fair play, con el equilibrio moral y anímico que debe exigirse a nuestra especie. Y lo hizo. Se quedó a vivir en Atenas en vez de regresar a su país. Fue operado varias veces pero sin resultado. Quiso seguir vinculado al baloncesto y enseñar a un puñado de chavales jóvenes lo que él sabía, que era mucho, y lo que no sabía cuando todavía andaba y corría, que era poco pero muy importante. Un pecado de muchos jugadores de su brillantísima generación: eran soberbios, irascibles, de escasa educación, con poco respeto por los rivales… El líder de toda aquella cohorte de jugadorazos malcriados se llamaba Drazen Petrovic, quien dos meses después del suceso ocurrido a Jankovic moría (él, que estaba empezando a ser una estrella en la NBA) en un accidente de coche. Sloboban llegó a dirigir un equipo de baloncesto, en el que creó una sección de sillas de ruedas. Y enseñó, entre otros, a su hijo. Una de sus últimas apariciones fue en 2005 en la despedida del jugador del Real Madrid y Barcelona, Sasha Djordjevic. En Belgrado, leo en EL MUNDO, “rodeado de lo más selecto del baloncesto europeo de todos los tiempos, Boban no pudo contener las lágrimas ante el gesto de su compatriota”.

Hace unos días, Jankovic sufrió un paro cardiaco en alta mar, camino de las vacaciones. Su corazón, aquel con el que no supo controlar su mente aquel fatídico día, pero el mismo con el que fue capaz de transmitir ilusión y ganas de vivir a todos los que le rodearon desde entonces, dejó de latir. Su drama y el de algunos otros jugadores de su generación, como el citado Petrovic, sirvió al menos para que los jugadores siguientes aprendiesen de sus errores. Nunca se ha repetido aquella magnífica generación de baloncestistas, pero sí se puede decir que las siguientes la han superado en lo más noble de lo que debe ser el deporte: más educación, más respeto, más control de las emociones, más deportividad. O al menos, a mí me lo parece…

1 comentarios:

la aguja 3/7/06, 1:04  

Amén.

Y descanse en paz en el Olimpo de los Campeones.

Campeón no es aquél que gana, sino aquél que lucha para ganar.

Pero esa es otra historia.

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