APROVECHAR LA OPORTUNIDAD
Anoche, tras la victoria de la selección de Del Bosque sobre la de Low, releía desde suelo sudafricano el estupendo libro de John Carlin “El factor humano. Nelson Mandela y el partido que salvó a la nación”. (Basándose en él, Clint Eastwood ha realizado una estupenda película: “Invictus”).
El libro detalla, paso a paso, toda la estrategia de Nelson Mandela para –ya presidente- usar el deporte del rugby, el deporte mayoritario de los afrikáners (el 65 % de los blancos sudafricanos), como elemento de cohesión social, como símbolo de la nueva época que esperaba conseguir para un país que había sido denostado en el mundo entero por el apartheid que se practicaba sobre los negros, la gran mayoría. Letreros de “solo blancos” en aseos públicos, bares, fuentes, cines, piscinas públicas, parques, paradas de autobús y ferrocarril. Un país dividido condenado a una eterna guerra civil.
Mandela, poco después de su liberación, había estado en Barcelona, cuando las Olimpiadas del 92, y sacó de allí un claro mensaje: “Vamos a usar el deporte para la construcción nacional y para promover todas las ideas que creemos que conducirán a la paz y la estabilidad en nuestro país”. Tras conseguir que la Copa del Mundo de Rugby se pudiera disputar en Sudáfrica, comenzó a desgranar –con enorme y elevadísima dificultad- toda su estrategia de reconciliación nacional y racial.
La selección sudafricana de rugby tenía fama de violenta y era un símbolo más del apartheid: los colores de su camiseta, su himno, su bandera, la procedencia blanca de todos sus jugadores… Por todo ello numerosos países del mundo tenían prohibido que sus selecciones jugasen contra ella. El deporte era un elemento muy importante en la política exterior de aquella Sudáfrica para hacer que el apartheid no fuera tan inaceptable. “En cuanto a la política interna el deporte era la barrera que separaba a los jóvenes blancos de los negros; por eso contaba con un enorme apoyo del gobierno y las grandes empresas tenían grandes rebajas fiscales por patrocinarlo. Era el opio que mantenía a los blancos en una ignorancia feliz: el opio que tenía adormecida Sudáfrica.”
Mandela entendió pronto que el nuevo país que él quería construir necesitaba los partidos internacionales del rugby afrikáner. Era un apasionado partidario de utilizar el rugby como instrumento de reconciliación. “Debemos utilizar el deporte para la construcción nacional y promover todas las ideas que creemos que contribuirán a la paz y la estabilidad en el país. Antes los negros apoyaban a los equipos de rugby extranjeros cuando jugaban contra Sudáfrica. Mi idea era asegurarnos el apoyo de los afrikáners, porque el rugby, para ellos, es una religión”.
Aquel campeonato del mundo de rugby, disputado en Sudáfrica bajo el slogan “Un equipo, un país” fue todo un éxito a pesar de las enormes dificultades que tuvieron que superarse y que el libro de Carlin detalla minuciosa y emotivamente. “Fue muy difícil convencer a la gente de que los Sprinbok podían ganar el mundial. Aquello era una oportunidad política inmejorable, aunque el propio Mandela también se vio arrastrado por el fervor y se convirtió en otro aficionado patriota y enloquecido”. La selección sudafricana consiguió ganar aquel campeonato. En las calles se desató la locura. Unas escenas que se repetían en toda Sudáfrica. Sólo habían pasado cinco años desde la liberación de Mandela. “Nunca imaginé que ganar la Copa del Mundo pudiera tener tanto impacto. Nunca me lo esperé. Todo lo que hacía era seguir adelante en mi tarea de movilizar a los sudafricanos para que apoyaran el rugby e influyeran en los afrikáners, sobre todo con vistas a la construcción nacional”.
De todo lo que pasó y se dijo en aquellos históricos momentos, me quedo con la siguiente reflexión del delantero francés al que el árbitro le anuló un ensayo en las semifinales contra Sudáfrica, lo que permitió a la postre que el equipo africano pasara a la final: “Lloramos desconsolados cuando perdimos aquel partido. Pero, cuando fui a ver la final el fin de la semana siguiente, volví a llorar, porque sabía que era más importante que no estuviéramos allí, que lo que estaba ocurriendo ante nuestros ojos era más importante que una victoria o una derrota en un partido de rugby”.
Bien, lejos del país, tras la victoria de la selección española sobre la alemana en las semifinales del Mundial de fútbol (la religión de la vieja Europa y de casi todo el mundo), me puse a releer el libro citado porque aunque ni los tiempos, ni las sociedades, ni las selecciones ni casi nada de nada son equiparables, sin embargo tiene uno la sensación –o quizás la ilusión- de que lo que ocurra el próximo domingo en la final contra Holanda pueda representar –en línea con lo que ya viene sucediendo- un antes y un después en las viejas rencillas que tienen amordazado y semi parado a este viejo país llamado España, repleto de gentes muy diversas, de rasgos culturales, lingüísticos e históricos diferenciados, pero que lleva siglos y siglos encajado geográficamente entre los Pirineos y el Mar Mediterráneo y el Océano Atlántico (junto a su otro hermano, Portugal) y, por ello, siglos y siglos disfrutando y padeciendo en común las mismas batallas, idénticas penurias y alegrías.
Nos falta (y nos ha faltado -un mal histórico casi crónico) unas elites y unos gobernantes de altas miras, no ombliguistas, respetuosos con el bien general de todos los ibéricos, dispuestos a escuchar a las gentes sencillas de sus respectivos localismos –sea el supranacional, el nacional o el local- para las que el día a día no se hace odiando o enfrentándose a los que se encuentran en las tierras de más abajo o arriba sino uniendo esfuerzos entre todos, aunando voluntades comunes dentro de las inevitables diferencias geográficas y personales que hay en cualquier lugar pero que en vez de servir de elemento disgregador deben contribuir a la cohesión. Esta mezquindad y cortedad de miras que nos ha llevado en algunos momentos de la historia común al más absoluto fracaso (cuando en otros momentos nos condujo a la mayor de las victorias) viene amenazando con repetirse en los últimos tiempos. Y la gente de bien, los currantes, la morrallita, no nos lo merecemos, aunque con nuestro pertinaz individualismo y nuestro clásico aborregamiento (basado en el buen vivir de estas tierras) no hagamos nada por evitar los fantasmas de siempre. Quizás, aprovechando la marea roja de Sudáfrica (como hizo Mandela en un país muchísimo más complicado que el nuestro), sería el momento de mostrar a las claras que somos como la mayoría de los países de nuestro entorno, que tenemos nuestras rencillas como las tienen todos los que viven codo con codo pero que sabemos distinguir perfectamente lo esencial de lo accesorio y que la unión de todos es lo que nos da la fuerza para no acabar hundidos en el abismo.
A la caspa de mangantes, trileros, falsificadores de la historia, gobernantes de salón y cínicos elitistas de campanario que en este país se enrocan en proclamar las diferencias legítimas de los pueblos sobre las bondades de una historia común y voluntariosa de todos los que vivimos bajo el mismo techo ibérico, quizás sería el momento de arrojarles a la cara –y algo más- la famosa letra de Rafaelito Alberti. Con ella les dejo, además de con la vibrante y libertaria voz de Paco Ibáñez.
El libro detalla, paso a paso, toda la estrategia de Nelson Mandela para –ya presidente- usar el deporte del rugby, el deporte mayoritario de los afrikáners (el 65 % de los blancos sudafricanos), como elemento de cohesión social, como símbolo de la nueva época que esperaba conseguir para un país que había sido denostado en el mundo entero por el apartheid que se practicaba sobre los negros, la gran mayoría. Letreros de “solo blancos” en aseos públicos, bares, fuentes, cines, piscinas públicas, parques, paradas de autobús y ferrocarril. Un país dividido condenado a una eterna guerra civil.
Mandela, poco después de su liberación, había estado en Barcelona, cuando las Olimpiadas del 92, y sacó de allí un claro mensaje: “Vamos a usar el deporte para la construcción nacional y para promover todas las ideas que creemos que conducirán a la paz y la estabilidad en nuestro país”. Tras conseguir que la Copa del Mundo de Rugby se pudiera disputar en Sudáfrica, comenzó a desgranar –con enorme y elevadísima dificultad- toda su estrategia de reconciliación nacional y racial.
La selección sudafricana de rugby tenía fama de violenta y era un símbolo más del apartheid: los colores de su camiseta, su himno, su bandera, la procedencia blanca de todos sus jugadores… Por todo ello numerosos países del mundo tenían prohibido que sus selecciones jugasen contra ella. El deporte era un elemento muy importante en la política exterior de aquella Sudáfrica para hacer que el apartheid no fuera tan inaceptable. “En cuanto a la política interna el deporte era la barrera que separaba a los jóvenes blancos de los negros; por eso contaba con un enorme apoyo del gobierno y las grandes empresas tenían grandes rebajas fiscales por patrocinarlo. Era el opio que mantenía a los blancos en una ignorancia feliz: el opio que tenía adormecida Sudáfrica.”
Mandela entendió pronto que el nuevo país que él quería construir necesitaba los partidos internacionales del rugby afrikáner. Era un apasionado partidario de utilizar el rugby como instrumento de reconciliación. “Debemos utilizar el deporte para la construcción nacional y promover todas las ideas que creemos que contribuirán a la paz y la estabilidad en el país. Antes los negros apoyaban a los equipos de rugby extranjeros cuando jugaban contra Sudáfrica. Mi idea era asegurarnos el apoyo de los afrikáners, porque el rugby, para ellos, es una religión”.
Aquel campeonato del mundo de rugby, disputado en Sudáfrica bajo el slogan “Un equipo, un país” fue todo un éxito a pesar de las enormes dificultades que tuvieron que superarse y que el libro de Carlin detalla minuciosa y emotivamente. “Fue muy difícil convencer a la gente de que los Sprinbok podían ganar el mundial. Aquello era una oportunidad política inmejorable, aunque el propio Mandela también se vio arrastrado por el fervor y se convirtió en otro aficionado patriota y enloquecido”. La selección sudafricana consiguió ganar aquel campeonato. En las calles se desató la locura. Unas escenas que se repetían en toda Sudáfrica. Sólo habían pasado cinco años desde la liberación de Mandela. “Nunca imaginé que ganar la Copa del Mundo pudiera tener tanto impacto. Nunca me lo esperé. Todo lo que hacía era seguir adelante en mi tarea de movilizar a los sudafricanos para que apoyaran el rugby e influyeran en los afrikáners, sobre todo con vistas a la construcción nacional”.
De todo lo que pasó y se dijo en aquellos históricos momentos, me quedo con la siguiente reflexión del delantero francés al que el árbitro le anuló un ensayo en las semifinales contra Sudáfrica, lo que permitió a la postre que el equipo africano pasara a la final: “Lloramos desconsolados cuando perdimos aquel partido. Pero, cuando fui a ver la final el fin de la semana siguiente, volví a llorar, porque sabía que era más importante que no estuviéramos allí, que lo que estaba ocurriendo ante nuestros ojos era más importante que una victoria o una derrota en un partido de rugby”.
Bien, lejos del país, tras la victoria de la selección española sobre la alemana en las semifinales del Mundial de fútbol (la religión de la vieja Europa y de casi todo el mundo), me puse a releer el libro citado porque aunque ni los tiempos, ni las sociedades, ni las selecciones ni casi nada de nada son equiparables, sin embargo tiene uno la sensación –o quizás la ilusión- de que lo que ocurra el próximo domingo en la final contra Holanda pueda representar –en línea con lo que ya viene sucediendo- un antes y un después en las viejas rencillas que tienen amordazado y semi parado a este viejo país llamado España, repleto de gentes muy diversas, de rasgos culturales, lingüísticos e históricos diferenciados, pero que lleva siglos y siglos encajado geográficamente entre los Pirineos y el Mar Mediterráneo y el Océano Atlántico (junto a su otro hermano, Portugal) y, por ello, siglos y siglos disfrutando y padeciendo en común las mismas batallas, idénticas penurias y alegrías.
Nos falta (y nos ha faltado -un mal histórico casi crónico) unas elites y unos gobernantes de altas miras, no ombliguistas, respetuosos con el bien general de todos los ibéricos, dispuestos a escuchar a las gentes sencillas de sus respectivos localismos –sea el supranacional, el nacional o el local- para las que el día a día no se hace odiando o enfrentándose a los que se encuentran en las tierras de más abajo o arriba sino uniendo esfuerzos entre todos, aunando voluntades comunes dentro de las inevitables diferencias geográficas y personales que hay en cualquier lugar pero que en vez de servir de elemento disgregador deben contribuir a la cohesión. Esta mezquindad y cortedad de miras que nos ha llevado en algunos momentos de la historia común al más absoluto fracaso (cuando en otros momentos nos condujo a la mayor de las victorias) viene amenazando con repetirse en los últimos tiempos. Y la gente de bien, los currantes, la morrallita, no nos lo merecemos, aunque con nuestro pertinaz individualismo y nuestro clásico aborregamiento (basado en el buen vivir de estas tierras) no hagamos nada por evitar los fantasmas de siempre. Quizás, aprovechando la marea roja de Sudáfrica (como hizo Mandela en un país muchísimo más complicado que el nuestro), sería el momento de mostrar a las claras que somos como la mayoría de los países de nuestro entorno, que tenemos nuestras rencillas como las tienen todos los que viven codo con codo pero que sabemos distinguir perfectamente lo esencial de lo accesorio y que la unión de todos es lo que nos da la fuerza para no acabar hundidos en el abismo.
A la caspa de mangantes, trileros, falsificadores de la historia, gobernantes de salón y cínicos elitistas de campanario que en este país se enrocan en proclamar las diferencias legítimas de los pueblos sobre las bondades de una historia común y voluntariosa de todos los que vivimos bajo el mismo techo ibérico, quizás sería el momento de arrojarles a la cara –y algo más- la famosa letra de Rafaelito Alberti. Con ella les dejo, además de con la vibrante y libertaria voz de Paco Ibáñez.
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