El mundejo del alpinismo hispano ha estado revolviéndose en las cloacas durante esta semana a cuento de la disputa o refriega entre un simpático impresentable llamado “Juanito” Oiarzabal y una simpática vivales llamada Edurne Pasaban. Ambos son alpinistas y ambos están acostumbrados a jugarse tontamente la vida subiendo picos y montañas en busca de su elevadísimo ego, poniendo en riesgo la vida de otros pues cuando llegan mal dadas la prioridad no escrita es que quienes andan por allí deben arrimar el hombro para que acaben sanos y salvos los zumbados y zumbadas que pretendían llegar a lo más alto buscando el “éxito” que nadie les reclama porque a la gente le importa un pimiento que Juanito o Edurne, o quien sea, coleccione ocho miles como quien colecciona chapas de cerveza.
Ya hemos comentado en alguna ocasión que considerar deporte a esto de subir montañas es una frivolité y una gilipollez, salvo que en un futuro –nada descartable- haya competiciones de alpinismo en donde salgan al mismo tiempo diez o quince tipos y tipas atiborrados de ropa invernal camino de la cumbre para ver quién es el primero que llega y se lleva la copa, pero como de un tiempo a esta parte todo lo que huele a “deporte” tiene un plus de no sé qué, habrá que tragar con que es deporte subir al Everest, cazar perdices, pescar salmones, ir en avioneta haciendo cabriolas o ponerse encima de una tabla y hacer malabarismos con las olas. Se ve, en fin, que hay mucha gente que tiene la vida resuelta o que quiere que se la resuelvan haciendo cosas tan raras e improductivas como las citadas. Aquí, donde hemos puesto al futbolín como chupa de dómine, al menos hemos reconocido algunas virtudes públicas del mismo: adormece a las masas, les permite soltar adrenalina y hace crecer el consumo. Pero el alpinismo, por ejemplo, ¿qué hace de cara al público? Sólo cuando se arman broncas como las de estas semanas es cuando parece que cumple determinado fin social. Y a eso vamos ahora, beibis…
Juanito y Edurne la han liado bien a cuenta de un rescate de montañeros con poca mollera y seso que se creen que subir al Everest es como ir al Mercadona a por un par de latas de berberechos. Nuestros protagonistas estaban liados en sus cosas y coincidieron en un tramo del camino porque se ve que subir al Everest, al Lhotse y otros montículos de alrededor tiene un gran efecto llamada (la magia de la montaña, ji, ji) y por su culpa acuden cientos y cientos de montañeros que convierten aquello en un amasijo de gente como si fuera una romería, una cola del paro, una acampada indignada en Sol. Todo en buen rollito, tirando pelas y pelas que les sobran o que algunas empresas les dan a cambio de una desgravación posterior en la declaración de la renta. Aquello es una multitud de gente dispuesta a perder el culo y las tetas por subir a todo lo alto con tal de llegar allí, decir “ya está” y salir echando leches para abajo y luego contarlo a sus amistades, amiguetes y caballos blancos (para los chicos de la Logse: patrocinadores). Pero, claro, la Naturaleza y la montaña será idiota pero tiene muy mal genio cuando se enfada pues no debe ser nada agradable tener a todas horas en tus faldas y laderas a cientos de alpinistas y alpinistos haciendo el chorra sin dejarte tranquila. Así que una tormenta por aquí, un alud imprevisto por allá, una brusca ventolera por acullá y los egocéntricos deportistas del pico y la pala se las tienen que ver de golpe con que el abismo se abre a sus pies descerebrados y que hay que salir huyendo de allí a toda leche y pastilla. Entonces es cuando entra la “solidaridad” de los unos y los otros, ayudándose mutuamente a ver si la parca no hace estragos. O sea, que eso de jugarse teóricamente el pellejo a título individual queda muy bien salvo cuando llegan los problemas y es entonces cuando otros deben jugarse el suyo para salvar el de los primeros. Pues, machos y machas, ¡a aguantarse toca o no haberse liado la manta a la cabeza y a las botas!
Así que Juanito y Edurne han estado en la verdulería durante esta semana tirándose los pepinos y los tomates a la cabeza, restregándose el modo en que se solucionó el incidente que se produjo cuando varios montañeros se quedaron atascados por aquellas cumbres del demonio. Allí, donde cada cual estaba a su rollo, empezó el zafarrancho de socorro pues a nadie le gusta –por muy osado y cantamañanas que sea- dejarse el esqueleto congelado por el Himalaya o, cuando menos, varios dedos, el culo o las tetas. Es en estos momentos dramáticos cuando cada cual hace lo que puede aunque yo diría que cada palo debería aguantar su vela, que ya son mayorcitos y saben a lo que juegan. Luego, cuando todo acaba, y cada cual regresa a su olivo, es cuando las lenguas se desatan y salen a la luz las
palabras reprimidas en aquellos momentos de tanto ajetreo y echarse para adelante o para atrás.
“Edurne miente cuando dice que ayudaron en el rescate del Lhotse. Ella y sus compañeros y sus sherpas no se movieron del campamento base durante todo el tiempo”. Por su parte
Edurne ya se había encargado previamente de mostrar al mundo alguna foto y un comunicado donde se apuntaba el rescate salvador. Y el Juanito, un impresentable de tomo y lomo a ojos del Puñetas (una opinión estrictamente personal), dale que te pego con poner a caldo a la modosita Edurne:
“Se le ha ido la olla… ha contado una historia completamente falsa…nadie me ha salvado…”. En fin, miserias de unos zumbados por la alta montaña y a los que ésta acaba por pasarles factura esquelética, muscular y cerebral.
Parece que al final el chico y la chica
se han perdonado (un periodista de Brunete actuó de padrecito intermediario) y cualquier día de estos los vemos comiendo merluza al pil pil en un restaurante de postín de la bella Easo. En fin, una chorrada más del mundo nulamente deportivesco del alpinismo ochomilista pero que –mira tú por dónde- hoy me ha permitido escribir esta sátira cuando, finalizada ya la liga furbolera y en la recta final del Arco, no sabíamos de qué diantres escribir, es decir, de qué diablos reírnos.