DE MAYOR, QUIERO SER DE LA UEFA
Espeluznantes las imágenes y las noticias que llegaron desde Génova el martes 12 acerca del Italia-Serbia. Cómo estaría la cosa que a los seis minutillos el árbitro dio por cancelado el partido. Tras el paso de las horas empiezan las lamentaciones y la petición de responsabilidades. Natural. Ya que casi nadie se encarga de poner los medios para prevenir este tipo de cosas, lógico que al menos se les saquen los colores después a los ineptos. Nadie aprenderá lección alguna de cara al futuro pero al menos algunos dormirán unas cuantas noches con los nervios a flor de piel. Eso, siendo muy optimista…
Es sabido desde hace tiempo que el fútbol se ha convertido en un refugio de gamberros, ultras, descerebrados y tarugos. Son una minoría pero, con los medios potencialmente destructivos que hoy día tenemos, pueden hacer mucha pupa. Un suponer: bastan unos cuantos sprays que se pueden comprar en cualquier tenderete a precios irrisorios para que –en un par de horas- una piara de gamberros dé un colorido especial a las piedras centenarias de una catedral. Y eso sin emplear más violencia que la de unos churretes. No hablemos cuando la idea es destrozar mobiliario urbano, reventar escaparates o sembrar el terror en la calle o el estadio. Miel sobre hojuelas y a precio bien barato. Para ello, el pretexto puede ser algo insustancial o baladí: la celebración de un pírrico campeonato, el ascenso o descenso del equipo, la visita a otra ciudad o país.
Cosas peores vendrán que lo ocurrido en Génova. No hace falta ser muy adivino para saber que cualquier día de estos se inmola un gilipollas dentro de un estadio, llevándose al otro barrio –sin huríes- a felices hinchas que acudieron allí para entretenerse un rato. O que, como ocurre a menudo en colegios e hipermercados yanquis, un subnormal se líe a tiros con todo el que tenga alrededor. Para evitar todo esto se supone que tiene que trabajar determinada gente: gobiernos, policías, uefas, federaciones, clubes… Uy, me he equivocado: de este mochuelo se quitan de en medio todos aquellos que precisamente viven del negocio y sacan jugosos beneficios. O sea, las organizaciones futboleras. Ellas mercadean, hacen su agosto, se forran, y los ciudadanos –a través de sus impuestos- pagan para que el espectáculo esté más o menos controlado a través de la policía, servicios sanitarios, etc. En realidad, es mucha gente la que chupa del fútbol, desde el sector transportes al hostelero pasando por bares y vendedores de humo, pero lo innegable es que todo parte de unos tíos –y no sé si alguna tía- que organizan unas competiciones deportivas de alto fuste y riesgo y de las que en materia de seguridad no quieren saber nada ni ponen un duro de su bolsillo para financiarla. Que se sepa…
Así que los palos ya están lloviendo por Serbia e Italia. En el país balcánico -¿o debería escribir “volcánico”?- porque tienen a una pandilla de cafres cuyo destino debería ser una camisa de fuerza. Lo mismo les vale el fútbol que el baloncesto que la política para demostrar que son más brutos que un arado. ¿Por qué les dejan salir de su país? ¿Qué hacen las autoridades que nos los tienen ya encamisados? En Italia se ve que las autoridades tampoco se han dado por enteradas de la caterva de gentuza que tienen allí mismo, a la que en ocasiones como ésta se suma la que viene de otros lugares. Es inadmisible que la policía sea más permisiva con estos brutazos que ante una manifestación de obreretes pidiendo aumento salarial o ante un grupo de ciudadanos exigiendo a grito pelado que al Berlusco la justicia le haga un traje. Y las autoridades de Génova, ¿qué hicieron por preservar su ciudad ante la llegada de los vándalos serbios? No hablemos ya del enorme sigilo y control que se hizo de los atilas serbios cuando entraron al estadio.
—¿Algo que declarar, señor cafre?
—Sí, capullo, llevo veinte bengalas y un cohete teledirigido por si la ocasión lo requiere. ¿Pasa algo, mequetrefe?
—¡Tós pa dentro!
Luego, ya se ha visto una y mil veces, pasa lo que pasa.
Pero hay gentes a las que nunca se les pedirán responsabilidades. Yo quiero ser como ellas. Yo, mamá, cuando sea mayor quiero ser de la Uefa, o de la Fifa, o un alto cargo de cualquier federación de la Cosa. Cada una en su nivel, organiza en los despachos una competición la mar de resultona, se muestra más o menos inflexible en el control de lo que pasa dentro del campo ... y lo que rodea al evento se lo cede al tonto de siempre: papá Estado. Él será quien ponga los policías, quien organice los follones de tráfico, quien prevea los planes de seguridad y emergencia, quien guíe a los jugadores hasta el estadio y mil cosas más. ¡Así quiero yo montar también mis negocios particulares!
Si el Estado italiano y el Ayuntamiento de Génova pasase a la organizadora UEFA la factura de los destrozos, de los gastos en seguridad, de las horas extras llevadas a cabo por empleados públicos –policías, sanitarios,etc- para que el partiducho Italia-Serbia se celebrase, seguro que los uefosos se tentarían la ropa y empezarían a organizar su negociejo particular de otra manera. ¡A su lado los bancos son unas hermanas ursulinas! Pero ya verán cómo, salvo este menda lerenda y otros cuantos zancandiles como él, nadie de los que viven del cuento deportivesco y estatal abrirán el piquito para protestar. Unos porque no les interesa y otros porque les encantan los réditos propagandísticos que el futbolín les reporta de cara a sus mezquinos politiqueos. Además, los gastos corren a cargo del Estado, o sea, de todos, o sea, de nadie en particular. Dicho de otra manera, robar o sisar dinero a los contribuyentes no está considerado ni pecadillo venial. Es, simplemente, una golfería la mar de inteligente con la que muchos listos se han montado una gran vidorra.
Es sabido desde hace tiempo que el fútbol se ha convertido en un refugio de gamberros, ultras, descerebrados y tarugos. Son una minoría pero, con los medios potencialmente destructivos que hoy día tenemos, pueden hacer mucha pupa. Un suponer: bastan unos cuantos sprays que se pueden comprar en cualquier tenderete a precios irrisorios para que –en un par de horas- una piara de gamberros dé un colorido especial a las piedras centenarias de una catedral. Y eso sin emplear más violencia que la de unos churretes. No hablemos cuando la idea es destrozar mobiliario urbano, reventar escaparates o sembrar el terror en la calle o el estadio. Miel sobre hojuelas y a precio bien barato. Para ello, el pretexto puede ser algo insustancial o baladí: la celebración de un pírrico campeonato, el ascenso o descenso del equipo, la visita a otra ciudad o país.
Cosas peores vendrán que lo ocurrido en Génova. No hace falta ser muy adivino para saber que cualquier día de estos se inmola un gilipollas dentro de un estadio, llevándose al otro barrio –sin huríes- a felices hinchas que acudieron allí para entretenerse un rato. O que, como ocurre a menudo en colegios e hipermercados yanquis, un subnormal se líe a tiros con todo el que tenga alrededor. Para evitar todo esto se supone que tiene que trabajar determinada gente: gobiernos, policías, uefas, federaciones, clubes… Uy, me he equivocado: de este mochuelo se quitan de en medio todos aquellos que precisamente viven del negocio y sacan jugosos beneficios. O sea, las organizaciones futboleras. Ellas mercadean, hacen su agosto, se forran, y los ciudadanos –a través de sus impuestos- pagan para que el espectáculo esté más o menos controlado a través de la policía, servicios sanitarios, etc. En realidad, es mucha gente la que chupa del fútbol, desde el sector transportes al hostelero pasando por bares y vendedores de humo, pero lo innegable es que todo parte de unos tíos –y no sé si alguna tía- que organizan unas competiciones deportivas de alto fuste y riesgo y de las que en materia de seguridad no quieren saber nada ni ponen un duro de su bolsillo para financiarla. Que se sepa…
Así que los palos ya están lloviendo por Serbia e Italia. En el país balcánico -¿o debería escribir “volcánico”?- porque tienen a una pandilla de cafres cuyo destino debería ser una camisa de fuerza. Lo mismo les vale el fútbol que el baloncesto que la política para demostrar que son más brutos que un arado. ¿Por qué les dejan salir de su país? ¿Qué hacen las autoridades que nos los tienen ya encamisados? En Italia se ve que las autoridades tampoco se han dado por enteradas de la caterva de gentuza que tienen allí mismo, a la que en ocasiones como ésta se suma la que viene de otros lugares. Es inadmisible que la policía sea más permisiva con estos brutazos que ante una manifestación de obreretes pidiendo aumento salarial o ante un grupo de ciudadanos exigiendo a grito pelado que al Berlusco la justicia le haga un traje. Y las autoridades de Génova, ¿qué hicieron por preservar su ciudad ante la llegada de los vándalos serbios? No hablemos ya del enorme sigilo y control que se hizo de los atilas serbios cuando entraron al estadio.
—¿Algo que declarar, señor cafre?
—Sí, capullo, llevo veinte bengalas y un cohete teledirigido por si la ocasión lo requiere. ¿Pasa algo, mequetrefe?
—¡Tós pa dentro!
Luego, ya se ha visto una y mil veces, pasa lo que pasa.
Pero hay gentes a las que nunca se les pedirán responsabilidades. Yo quiero ser como ellas. Yo, mamá, cuando sea mayor quiero ser de la Uefa, o de la Fifa, o un alto cargo de cualquier federación de la Cosa. Cada una en su nivel, organiza en los despachos una competición la mar de resultona, se muestra más o menos inflexible en el control de lo que pasa dentro del campo ... y lo que rodea al evento se lo cede al tonto de siempre: papá Estado. Él será quien ponga los policías, quien organice los follones de tráfico, quien prevea los planes de seguridad y emergencia, quien guíe a los jugadores hasta el estadio y mil cosas más. ¡Así quiero yo montar también mis negocios particulares!
Si el Estado italiano y el Ayuntamiento de Génova pasase a la organizadora UEFA la factura de los destrozos, de los gastos en seguridad, de las horas extras llevadas a cabo por empleados públicos –policías, sanitarios,etc- para que el partiducho Italia-Serbia se celebrase, seguro que los uefosos se tentarían la ropa y empezarían a organizar su negociejo particular de otra manera. ¡A su lado los bancos son unas hermanas ursulinas! Pero ya verán cómo, salvo este menda lerenda y otros cuantos zancandiles como él, nadie de los que viven del cuento deportivesco y estatal abrirán el piquito para protestar. Unos porque no les interesa y otros porque les encantan los réditos propagandísticos que el futbolín les reporta de cara a sus mezquinos politiqueos. Además, los gastos corren a cargo del Estado, o sea, de todos, o sea, de nadie en particular. Dicho de otra manera, robar o sisar dinero a los contribuyentes no está considerado ni pecadillo venial. Es, simplemente, una golfería la mar de inteligente con la que muchos listos se han montado una gran vidorra.
2 comentarios:
Mi comentario te lo he hecho en forma de artículo. Ya veo que te has pasado por allí.
Lo que sí me parece es que todo este actual estado de cosas viene por seguir manteniendo predicamentos decimonónicos, dicho sea con total propiedad, pues de allí viene el actual "estado de cosas".
Se reunían un grupete de amigos, hacían un equipo y tras comerse a los rivales más próximos (alguno tendría que ser el gallito) acababan enfrentándose a otro gallito de un poco más lejos… Pongamos de otra provincia. Cuando no existían ligas ni idea había de crearlas, eso es lo que se llamaba un derby.
La gente iba a verlos, con el bocata y la tartera y la bota de vino, para pasar el domingo, porque aparte de la obligatoria misa (el cura pasaba lista), el domingo no había nada que hacer.
Sí, el fútbol era un trabajo o al menos un esfuerzo físico, pero camuflado de juego, con lo que el domingo era el "día del partido", porque de lunes a sábado había que trabajar.
Las autoridades, que de alguna manera participaban de los gustos del pueblo llano, facilitaban algunos de estos encuentros dando permiso, pues algunos se convertían manifestación multitudinaria para la época… Pongamos unas diez mil personas… Y facilitaban los permisos porque el juego sano proporcionaba un recreo gratuito, y mientras tanto la gente aireaba la mollera de los problemas de la mina, la huerta o la fábrica.
Pero cuando se juntaba mucha gente se hacía preciso ordenar todo aquello, aunque fuera con dos o tres agentes de policía, que acudían gustosos de uniforme porque de paso participaban del evento.
Esos fueron los orígenes. Cuentan que mientras se jugaba alguno de estos partidos de máxima rivalidad, habían quien detrás de una portería encendía una fogata, para que una vez acabado el encuentro las costillas estuvieran ya en su punto.
De aquello a esto… los disminuidos que tenemos por autoridades aún no se han enterado que no se pueden mantener los mismos predicamentos que se han heredado.
Partidos de fútbol, carreras de coches y motos, vueltas ciclistas, todo ello organizado por particulares porque les sale de la entrepierna, suponen un gasto extraordinario en dispositivos policiales, porque las cosas han cambiado. Ya no se puede confiar en que media docena escasa de policías estén presentes para que diez mil personas no se desboquen. Entre otras cosas porque a aquellas diez mil almas nadie las había calentado, ni se acuciaban con los descensos…
Hoy en día la proporción no puede sostenerse. Sería unos 24 policías para unas 40.000 personas, de las cuales un 10% llegan incluso a enfrentarse a las fuerzas de seguridad.
Yo también me niego a que se pague con mis impuestos en vez de dedicarlos a mejorar la dotación de las escuelas y hospitales, por ejemplo. Dime dónde hay que firmar.
Pues algún partido (no deportivo sino político) debería llevarlo en su cartera. Algún sindicato debería llevarlo en su agenda. Algunos medios informativos deberían informar de este asunto a sus clientes. Alguna asociación de consumidores, alguna o.n.g., alguna sociedad de esas que buscan el bien del personal ajeno. Alguien con más audiencia, poder e influencia que tú y yo, pobres parias del sentido común.
Pero mucho me temo que no va a ver donde firmar. Quizás porque todos quienes pudieran poner papel y boli sacan réditos interesados de este circo que tan caro nos cuesta a los que no somos más que unos donnadies.
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