LOS CARNICEROS DEL FÚTBOL
El domingo 20 de marzo, en el partido Mallorca-Sevilla, se produjo una durísima entrada del defensa sevillano Javi Navarro sobre el jugador rival Juan Arango, que en días sucesivos las televisiones se encargaron de repetir voluptuosamente quinientas mil veces para que el populacho nos solazáramos con los espasmos entre la vida y la muerte del jugador mallorquín.
Entrada (o, más bien, agresión) como la de Navarro es cosa habitual en los campos de fútbol. Tanto como las imprudencias temerarias o las calamidades de los conductores en nuestras carreteras. En la mayoría de las ocasiones no ocurre nada, sólo un susto o una seria advertencia. Pero a veces la buena estrella desaparece y se produce el accidente fatal, quedando los cadáveres entre el acero retorcido o el futbolista más fláccido que un pelele. Y entonces todo el mundo se lleva las manos a la cabeza: ¡Esto no puede ser! ¡Castigo ejemplar! ¡Asesinos!
Y nunca pasa nada, fuera de estos improperios viscerales fruto de la pasión más volandera. Es más, mentí dos renglones más arriba porque no todo el mundo se lleva las manos a la cabeza y pone a parir al carnicero de turno. A éste siempre le defenderán sus compañeros de cuadrilla, la directiva y la afición de su equipo. Todos hechos una piña en el más estúpido y majadero de los sectarismos. Y que no cunda el pánico. Si la situación fuese al revés (el agredido como agresor y viceversa) estaríamos asistiendo a la misma historia pero con los protagonistas cambiados en los papeles. Y es que cualquier exceso en el bando propio merece absolución en la misma medida que se niega al adversario.
Lo grave es que nunca se reconoce la propia culpabilidad (en este tema, los futbolistas son peores que los niños) y lo más grave aún: que ni los árbitros, ni los clubes, ni los organismos competentes imponen castigos ejemplares. ¿Qué tal, por ejemplo, en no volver a jugar hasta que el jugador contrario pueda hacerlo? Cada vez se me agotan más los adjetivos para calificar a un deporte hermoso que ha devenido en lucha tribal donde la necedad, la incompetencia y el sectarismo campan a raudales por los despachos y los terrenos de juego. El pistolero Navarro desenfundó el codo (parte que cada vez más futbolistas emplean como instrumento de trabajo) para estrellarlo en la tráquea de Arango. No es que quisiera hacerlo adrede. Es que el pobre Javi (dejemos lo de “pobre” porque el tío gana en una temporada más de lo que usted y yo vamos a ganar trabajando toda nuestra vida), o sea, el rico Javi no sabe hacer otra cosa. Es así de malo, laboralmente hablando. Lo suyo es el patadón, el cabezazo y empinar el codo hacia el cuerpo del rival. Y que sea lo que Dios quiera, reza el amigo antes de cada choque.
No podemos pretender, es lógico, que todos los futbolistas sepan tocar virtuosamente el balón. Eso queda para la minoría. Una mayoría se consuela con fabricar un par de jugadas en cada partido y correr hasta desangrarse. La minoría restante tiene que dedicarse a destruir, a hacer de malos de la película, pero malos de verdad: palo y tentetieso. Y para eso no hace falta que sepan acariciar un balón o que feliciten las pascuas a los rivales. Lo que todo el mundo exige a los carniceros no es que sean buenas personas o hagan malabarismos con el hacha, sino que corten a la perfección el filete o los higadillos del pobre animal que les toca en suerte. Si Navarro no es duro en el césped, no jugará y se le acabará el chollo. Está clarito como el agua. Y ahora dejo para fin de fiesta un fragmento del artículo publicado por Luis Miguel Fuentes en el diario El Mundo del jueves 24. Escrito desde la misma Sevilla, o sea, conociendo bien el paño, no tiene desperdicio.
“Pensé que el chaval iba a morir en el campo y odié el fútbol que hacen los carniceros pero sostienen los meapilas, los sacristanejos, los tontos del pueblo con billetera. Hay demasiado dinero, vanidades y babosos para pensar siquiera que una agresión así pueda terminar en algo más que un castigo para cumplir delante de la tele de plasma. Mientras esperamos que al fútbol baje de vez en cuando un ángel malabarista, los tronchadores de piernas, los idiotas de las guerras entre barrios y los presidentes de clubs que hablan como chuloputas nos ponen el fango como honor y el crujido de los huesos como virilidad. Javi Navarro es un cepo que arma el Sevilla en cada partido. Del Nido, un fanático con cara de asco, tipito de boda y discurso de folklórica que busca el olor de la sangre en el campo o bajo la falda de los cristos, creyendo en ambos casos que hace Patria. El fútbol a veces es casi arte y entonces parece que Leonardo corre la banda. Más a menudo, apesta o nos lo presenta gente que apesta. Sólo si nos desinfectáramos de estos tipejos puede que el fútbol llegara a ser, verdaderamente, geometría en movimiento y la fiesta de unos espadachines que sólo bailan”.
Entrada (o, más bien, agresión) como la de Navarro es cosa habitual en los campos de fútbol. Tanto como las imprudencias temerarias o las calamidades de los conductores en nuestras carreteras. En la mayoría de las ocasiones no ocurre nada, sólo un susto o una seria advertencia. Pero a veces la buena estrella desaparece y se produce el accidente fatal, quedando los cadáveres entre el acero retorcido o el futbolista más fláccido que un pelele. Y entonces todo el mundo se lleva las manos a la cabeza: ¡Esto no puede ser! ¡Castigo ejemplar! ¡Asesinos!
Y nunca pasa nada, fuera de estos improperios viscerales fruto de la pasión más volandera. Es más, mentí dos renglones más arriba porque no todo el mundo se lleva las manos a la cabeza y pone a parir al carnicero de turno. A éste siempre le defenderán sus compañeros de cuadrilla, la directiva y la afición de su equipo. Todos hechos una piña en el más estúpido y majadero de los sectarismos. Y que no cunda el pánico. Si la situación fuese al revés (el agredido como agresor y viceversa) estaríamos asistiendo a la misma historia pero con los protagonistas cambiados en los papeles. Y es que cualquier exceso en el bando propio merece absolución en la misma medida que se niega al adversario.
Lo grave es que nunca se reconoce la propia culpabilidad (en este tema, los futbolistas son peores que los niños) y lo más grave aún: que ni los árbitros, ni los clubes, ni los organismos competentes imponen castigos ejemplares. ¿Qué tal, por ejemplo, en no volver a jugar hasta que el jugador contrario pueda hacerlo? Cada vez se me agotan más los adjetivos para calificar a un deporte hermoso que ha devenido en lucha tribal donde la necedad, la incompetencia y el sectarismo campan a raudales por los despachos y los terrenos de juego. El pistolero Navarro desenfundó el codo (parte que cada vez más futbolistas emplean como instrumento de trabajo) para estrellarlo en la tráquea de Arango. No es que quisiera hacerlo adrede. Es que el pobre Javi (dejemos lo de “pobre” porque el tío gana en una temporada más de lo que usted y yo vamos a ganar trabajando toda nuestra vida), o sea, el rico Javi no sabe hacer otra cosa. Es así de malo, laboralmente hablando. Lo suyo es el patadón, el cabezazo y empinar el codo hacia el cuerpo del rival. Y que sea lo que Dios quiera, reza el amigo antes de cada choque.
No podemos pretender, es lógico, que todos los futbolistas sepan tocar virtuosamente el balón. Eso queda para la minoría. Una mayoría se consuela con fabricar un par de jugadas en cada partido y correr hasta desangrarse. La minoría restante tiene que dedicarse a destruir, a hacer de malos de la película, pero malos de verdad: palo y tentetieso. Y para eso no hace falta que sepan acariciar un balón o que feliciten las pascuas a los rivales. Lo que todo el mundo exige a los carniceros no es que sean buenas personas o hagan malabarismos con el hacha, sino que corten a la perfección el filete o los higadillos del pobre animal que les toca en suerte. Si Navarro no es duro en el césped, no jugará y se le acabará el chollo. Está clarito como el agua. Y ahora dejo para fin de fiesta un fragmento del artículo publicado por Luis Miguel Fuentes en el diario El Mundo del jueves 24. Escrito desde la misma Sevilla, o sea, conociendo bien el paño, no tiene desperdicio.
“Pensé que el chaval iba a morir en el campo y odié el fútbol que hacen los carniceros pero sostienen los meapilas, los sacristanejos, los tontos del pueblo con billetera. Hay demasiado dinero, vanidades y babosos para pensar siquiera que una agresión así pueda terminar en algo más que un castigo para cumplir delante de la tele de plasma. Mientras esperamos que al fútbol baje de vez en cuando un ángel malabarista, los tronchadores de piernas, los idiotas de las guerras entre barrios y los presidentes de clubs que hablan como chuloputas nos ponen el fango como honor y el crujido de los huesos como virilidad. Javi Navarro es un cepo que arma el Sevilla en cada partido. Del Nido, un fanático con cara de asco, tipito de boda y discurso de folklórica que busca el olor de la sangre en el campo o bajo la falda de los cristos, creyendo en ambos casos que hace Patria. El fútbol a veces es casi arte y entonces parece que Leonardo corre la banda. Más a menudo, apesta o nos lo presenta gente que apesta. Sólo si nos desinfectáramos de estos tipejos puede que el fútbol llegara a ser, verdaderamente, geometría en movimiento y la fiesta de unos espadachines que sólo bailan”.
1 comentarios:
Para este tema de las agresiones se me ocurren varias soluciones, pero me parece que ninguna será del gusto de la FIFA o de la International Board.
Una sería que el agresor, además de tu propuesta de no jugar hasta el completo restablecimiento del agredido, tuvieran que pagar de su bolsillo la convalecencia y la rehabilitación de éste.
Otra sería que jugaran descalzos... Sí, como los de kickboxing. Las patadas que den también las reciben de alguna manera.
¿Quién se ríe...? Recuerden que en fútbol-playa ya juegan descalzos.
En fin, otra solución sería que solamente hubiera 10 equipos en Primera División. Los primeros años sería un caos. Pero en unos cinco añitos ya verían como todos los jugadores virtuosos estarían en esos diez equipos y los menos hábiles con el balón y más hábiles con los codos estarían en otras categorías.
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