11 de abril de 2005

CONFESIONES FUTBOLERAS

Hoy voy a abrir de par en par mi intimidad, je, je: en mi puñetera vida sólo he ido dos veces al fútbol. No puedo, pues, escribir un libro con mis vivencias futboleras en vivo y en directo.

Mi primer partido lo vi cuando tenía 11 añitos. Jugaban dos equipos de tercera división. Mi padre me había premiado el pase al Instituto con un bono para ver toda la temporada, dado que yo era muy aficionado a coleccionar cromos de fútbol, me sabía de pe a pa todos los nombres de los equipos más importantes con sus alineaciones correspondientes y los domingos no armaba jaleo en casa pues me entretenía toda la tarde oyendo el Carrusel Deportivo, tomando notas de goles, alineaciones y todo lo noticiable, para luego hacer yo mi propio Carrusel. Cosas de la niñez en unos tiempos tristes.

Pero aunque era niño, no era idiota. Nada más llevar en el campo de juego unos minutos, en aquel mi primer partido, pude comprobar que el nivel sonoro y educativo de aquellos “aficionados” era bastante lamentable. Yo sólo escuchaba insultos a toda la parentela de los jugadores rivales, los oídos me silbaban de tanto decibelio suelto y entre tanto griterío y movimiento apenas lograba ver a los jugadores. La cosa se agravó cuando los aficionados del equipo visitante también empezaron a soltarse el pelo. Cuando su equipo marcó un gol (que no vi porque todo sucedió demasiado deprisa y con mucha gente por en medio), empezó la batalla campal. Las almohadillas volaban, los gestos crispados de unos y otros prometían candela y hasta alguna piedra me pasó rozando el pescuezo. Y yo, pobre chiquillo, en su partido iniciático como ilusionado espectador. No me largué de allí porque mi padre había quedado en esperarme a la salida a una hora determinada. Pero me juramenté que nunca más me vería metido entre una jauría de indocumentados gritones que pierden el buen juicio y la razón sin razón aparente y justificada.

Hace dos años rompí el juramento. Han pasado casi 40 tacos. Estando en Barcelona, mes de agosto, mis propios hijos –de edad similar a aquella que yo tenía en mi primer y único partido en directo- me pidieron el favor de acudir al Nou Camp a ver el trofeo Gamper, con el Barcelona y el Boca Junior argentino. La broma me costó 90 euros, 30 por barba, que no es moco de pavo. Era el estreno de Laporta y de Ronaldinho. Bueno, pensé, estoy en la capital del seny, el partido es amistoso y todo apunta a que habrá espectáculo, entretenimiento y esas cosas. ¡Y una leche!

Delante mía estaba apostada una cuadrilla de argentinos que estuvieron dando la murga desde treinta minutos antes de comenzar el partido. Un jaleo impresionante con tanta canción, tanto bombo y tanta gaita. Todavía no había comenzado la cosa y ya tenía dolor de cabeza. Odio el exceso de ruido, no por capricho sino por salud mental y bienestar físico. Encima los tíos no paraban de mover banderas, camisetas y estandartes con lo que los que estábamos detrás no veíamos nada. Los catalanes que me rodeaban empezaron pronto a calentarse. ¡Sentaros de una p… vez, sudacas! Oye, y yo que creía que aquellos señores tan serios y respetables que en el preámbulo le metían mano al bocata de chorizo con “pa amb tomaque”, eran unos pacíficos ciudadanos…. La cosa se fue poniendo más tensa y a lo largo del partido derivó en llegada de la policía nacional, los de seguridad del club y esas cosas. Y la cabeza a punto de estallar. El partido acabó en empate a uno, pero el menda no vio ningún gol porque todo sucedió a distancia, a mí me pilló parpadeando y encima no hubo repetición de la jugada.

Cuando faltaban diez minutos nos largamos de allí para coger el autobús con tranquilidad. A la salida le hice un soberano corte de mangas al estadio azulgrana, representante en aquel momento de todos los estadios futboleros del mundo. Noventa euros me había costado la broma. (Con el atracón de gambas que me podía haber dado con ese dineral…). Cuando llegué a casa, puse la tele catalana y me repitieron los goles y las jugadas más importantes. Entonces comprendí lo masocas que son quienes pagan, pasan frío o calor, gritan y se revientan para ver a su equipo, con lo cómodo y bien que se ve desde casa. En la pequeña pantalla, todo parecía maravilloso, tranquilo y perfecto. Pude comprobar una vez más que la tele es una grandísima mentirosa.

Si alguien piensa invitarme a ver un partido de fútbol profesional, que se olvide. Todavía estoy suficientemente cuerdo para ir a un manicomio. Aunque sea por un par de horas. Y que me perdonen los que me tengan que perdonar.

1 comentarios:

Rulo Minas 12/4/05, 0:42  

Pues mi padre me contaba algo igual..., o peor. En un Athletic - Zaragoza (y eso que la de San Mamés es una de las mejores aficiones) se organizó una tangana (allá por los incautos años '60).

Él se marchaba (prudente que es el padre de uno, oye), cuando sin saber de donde le cayó una toñeja. Me contaba que aquel golpe sirvió para que colgara las botas... de ir a ver partidos.

Yo he ido dos veces a San Mamés. Una con un amigo a ver un Athletic - Sporting, y otra con mi mujer y mi hija, que era pequeña, a ver un Athletic - Celta. Ganó el Athletic ambos partidos, pero de la tranquilidad del primero no me acuerdo tanto como del desasosiego del segundo.

Llegar al estadio y ver a los "beltzas" (policía antidisturbios) embozados que solamente se les veían los ojos; ¡qué acojone, oye! A mí me cachearon y a mi mujer le miraron dentro del bolso; y mi hijita de 7 años mirando allí, a nuestro lado, como si nosotros fuéramos criminales.

Nuncamás. A la mierda el fútbol y a la mierda los subnormales que van a verlo. (Seguro que en un palco se ve más tranquilo y seguro que hasta te traen el kubata'ron).

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