HISTORIA DE UN ESPERPENTO
Cuando el jueves 25 el árbitro Megía Dávila suspendía al final de la primera parte el encuentro de vuelta de la eliminatoria de Copa entre el Valencia y el Deportivo, no había que ser un lumbreras para imaginarse que tal decisión iba a traer cola durante toda la semana mientras que -al mismo tiempo- el cobarde e irresponsable espectador que originaba el follón al tirar con tino una moneda al linier del encuentro, iba a estar los siguientes siete días cubriéndose de gloria por hazaña tan vil. Nunca un imbécil provocó un culebrón tan esperpéntico como el habido hasta hace unos minutos en que –por fin- se ha puesto el “the end” y las “santas pascuas” al asunto. Esta es la grandeza y la miseria del fútbol. Todo lo que acontece en un campo y en unos despachos, sobredimensionado por los medios de incomunicación, adquiere fama de epopeya o de astracanada. Esta vez tocaba lo segundo. Así que el Puñetas, que se las veía venir con ese olfato de liebre perdiguera que el destino y su mala baba le ha dado, ha seguido el asunto hasta el pitido final, aún a costa de atrasar el satírico comentario durante 24 horas. Y, queridos y queridas, ha merecido la pena. Todo comienza cuando un árbitro “echao palante”, al que -en cambio- da miedo ver la sangre derramada por su compañero de pito tras sufrir un monedazo en pleno rostro, decide dar cerrojazo al partido de vuelta, con el marcador de empate global en la eliminatoria. Para unos hizo bien, porque la violencia hay que atajarla de raíz. Para otros, fue un irresponsable porque “el fútbol debe prevalecer sobre el gamberrismo de un desalmado”. Lo bueno del futbolín es que se mueve siempre en lo antitético, en la dicotomía, en la tesis y la antítesis sin llegar nunca a conclusión alguna o a moraleja que sirva para aprender en un futuro. Así que la suspensión del festejo pilló en calzoncillos a todo el mundo. “Hay que dar el partido por finalizado definitivamente” –decían los coruñeses, barriendo para la costa gallega. “De eso nada, monada, el partido tiene que volver a jugarse” –contrarrestaban los chés mirando hacia la playa de la Malvarrosa. En estas que entra en acción ese Comité de la Nada llamado vulgarmente “de Competición”. Y, en medio de un desmadre de opiniones enfrentadas entre gallegos y valencianos, echándose mutuamente las culpas de todo (y es que traen un bagaje de rivalidad poco amistosa desde un maldito partido de hace ya bastantes años), los nulos miembros del Comité decidieron que el partido se reanudase en el minuto 44 de la primera parte, en Mestalla y a puerta cerrada. Y con los mismos colegiados con el pito a cuestas. Como era de prever en gente tan razonable como la futbolera, nadie estuvo de acuerdo. Lendoiro, el jefe listísimo del Deportivo, bramaba porque a su equipo no se le había dado por ganador del partido, “como hubiera ocurrido en Europa”. En el lado valenciano se tiraban de los pelos porque se consideraban los grandes perjudicados con la suspensión alevosa del encuentro y, encima, ahora no tendrían ni público ni gaitas que meter en el estadio para apoyar anímicamente a sus abúlicos chicos. (Menos el portero Cañizares, que es capaz de pegarle una patada hasta al botiquín del masajista rival). Más digamos la verdad verdadera. Pronto los anfitriones se dieron por vencidos, pero el visitante Lendoiro, más rebuscado que las pesetas antiguas, dijo que no tragaba. Y volvió de nuevo con esa historia de que “esto en Europa no pasa”. El buen hombre quería apuntarse un gol en los despachos, ya que sus jugadores no habían conseguido en el campo nada más que uno, y de penalti dudoso. Así que decidió recurrir a todo bicho viviente, empezando por el Comité Español de Disciplina Deportiva y acabando por el Tribunal Constitucional de habérsele dejado y haber tenido tiempo. Al final, tuvo que ser la justicia ordinaria (recurrir a ella “en Europa” le hubiera costado muy caro) a través de la mismísima Audiencia Nacional –sí, esa que está para cosas del terrorismo y delincuencia de alto copete- la que le dijo al presi deportivista que se deje de majaderías y que gane la eliminatoria en el campo. Como está mandado por la Santa Madre Iglesia. Y así nos acercamos al final de esta bella historia. Que en asuntos de balones tenga que dilucidar un alto tribunal significa que el fútbol es más importante de lo que pensamos sus críticos así como que el personal que circula por este submundo está más mochales de lo que aparenta. Sólo ha faltado que la Audiencia tardara 7 u 8 años en realizar el dictamen –como suele hacer con otros temas de más gravedad- y el esperpento hubiera sido de los que marcan una época. De estupidez, pero época al fin y al cabo. Finalmente, acaba de terminar el partido con el gozoso resultado para el Deportivo de empate a uno. Se clasifica Lendoiro para las semifinales coperas aunque supongo que andará el hombre bastante disminuido en su ego judicial. Ahora sólo falta que el próximo sábado, en que vuelven a jugar otra vez los dos equipos (esta vez en la Liga y en La Coruña) aparezca otro energúmeno en Riazor y tire una pértiga, una jabalina o una bomba de peste al linier de turno y se repita nuevamente la historieta, pero esta vez cambiándose los papeles ambos equipos. Habría que ver y oír de nuevo al listorro de Lendoiro viendo como enfoca el asunto. No hace falta ser un lumbreras ni tener un fino olfato como el Puñetas, para saber que don Augusto diría y haría lo contrario de lo que ha mantenido hasta hoy mismo. Todo, como dijo el clásico, por una bella causa y por los bellos principios.
1 comentarios:
Con todo lo que cuentas, Audiencia Nacional incluida, creo que ya está bien de que entre todos paguemos este circo de mamones. Si el fútbol es una actividad tan profesional como pretenden demostrar sus defensores, y como muestran las cifras de mareo que mueven, pues que se lo paguen todo. TODO, TODO, TODO. Ni un duro de dinero público para estas chorradas.
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