Ayer, tirando papeles, encontré un recorte de un viejo libro, del que desconozco el título, el autor e incluso el año de publicación. Lo siento. En dos pequeñas páginas se reflexiona sobre los espectáculos de masas, incluidos los deportivos, especialmente el fútbol. A veces me he preguntado a qué se debe el gran éxito de este deporte. No creo que sea por el juego en sí, bastante aburrido y repetitivo. Quizás el que los equipos hayan conseguido la ficción ideológica de que representan a una ciudad cuando, en realidad, son sociedades anónimas, los dirigen habitualmente gentes de alto nivel adquisitivo y los integran una veintena de jóvenes jugadores nacidos en muchas partes del mundo. Vivir con pasión casi enfermiza lo que ofrece esta gente semana a semana, año tras año, es un misterio poco entendible para una mente algo crítica y poco rutinaria. Sí, ficción ideológica de aldeanismo cuando algunos son auténticas multinacionales. Otro factor que ayuda a la apoteosis es la polémica, que siempre sobrevuela en cada partido. Polémica procedente de alguien “ajeno” al espectáculo como es el trío arbitral. Sus decisiones son miradas con lupa y discutidas siempre y en todo lugar. Desde las altas instancias se niega el cambio de los reglamentos y la introducción de las nuevas tecnologías para favorecer la misión arbitral. Sólo se entiende porque se desea mantener uno de los elementos claves del éxito del fútbol: el follón y la perenne discusión. Pero hay otro elemento muy importante en la fascinación que ofrece el deporte rey y que se da también en otros fenómenos: la presencia de la masa, de la muchedumbre. Es de ello de lo que se habla en ese recorte del viejo libro. Y aquí lo planteo como hipótesis de trabajo y reflexión.
“Lo que atrae a las muchedumbres son los records de audiencia, las grandes estadísticas, el show de la asistencia desmesurada, lo excesivo, lo gigantesco. Lo que las multitudes buscan es el irrepetible espectáculo de sí mismas. Las masas van hacia el Mundial, los Rolling Stones, las loterías y las apuestas, los best-sellers, Wojtyla, los grandes almacenes, las grandes ciudades, las playas o las rebajas, atraídas por el olor inconfundible que emite la masa. No impulsadas por el juego deportivo, el azar, el rock del concierto, las ofertas ventajosas, el serial, el líder religioso, el asfalto o el sol. Van impulsadas por sí mismas, arrastradas por su propia escenografía, gigantesca. Los éxitos del show-business (incluso la literatura, la música o el periodismo) han dejado de medirse por la calidad interna de los productos, por la belleza, la originalidad o los significados de las mercancías que se ofertan a las muchedumbres: se miden por las cifras de audiencia, se computan por los índices de asistencia, se registran por las cifras de concurrencia. Un recital de rock, una película, un partido, lo que sea, no tienen sentido –ni tan siquiera existencia- sin público masivo, al margen de que ese recital, esas historias, esos juegos, puedan ser impecables en sí. Lo que da sentido a los nuevos espectáculos de la modernidad son las muchedumbres. Y al revés: poco importa que el acontecimiento en sí sea un fracaso, falle la megafonía o el juego futbolístico sea lamentable; las masas saben que lo que no fracasa, lo que no es tedioso, que lo que jamás falla es la multitud.”
Ficción ideológica de que el equipo “nos” representa y es de “nuestra ciudad”, aunque el presidente sea un millonario ruso y casi todos los jugadores sean de fuera o extranjeros; posibilidad de polémica en todos los encuentros gracias a un sistema rudimentario de arbitraje y a un reglamento que fomenta el conflicto; comunión de masas (más de 100.000 personas en directo, a veces, millones a través de los mass media), con repetición de los mismos cánticos y rituales encuentro tras encuentro, como en una liturgia cuasi-religiosa, pero donde –en ocasiones- hay más protagonismo y espectáculo en la grada que en el campo. Tres patitas para un banco futbolero que mueve millonadas de parné, de sentimientos y de apoteosis/fracaso (o sea, de épica artificial). Por eso, los que gobiernan y mangonean el cotarro, deberían vigilar que la gente no deserte de los campos de juego. El día en que prefiera ver el tinglado desde el cómodo sofá de casa, ese día al fútbol (y a otros deportes de grandes masas presenciales) le habrá llegado su hora.
2 comentarios:
No deja de ser un espectáculo ver 60.000 almas juntas. Pero en fin, si usted me lo permite, resumiré su artículo muy vulgarmente: ¿Dónde va Vicente? Donde va la gente.
Y así, en esta sociedad, ser un salmón que gusta de ir contracorriente por el sólo hecho de ver que hay río arriba es síntoma, cuando menos, de ser un tipo raro.
La verdad es que sí, que ver a 60.000 o 100.000 almas (o almejas) juntas en un cuchitril llamado estadio o polideportivo es un espectáculo innenarrable. Tan inenarrable que yo sería incapaz de estar allí dentro, haciendo el 60.001 o el 100.001. Señor mío, tengo un grave defecto: no me gustan las latas de sardinas, aunque lo que allí se esconda sea gloria "mareá", que dicen por la tierra del arriba firmante.
Pero bueno, ya se sabe que sobre gustos y latas no hay nada escrito. Le saluda un bicho raro al que le gustaría hartarse de sardinas pero es que no puedo, señor mío, no puedo...
Publicar un comentario